La música como discurso

¡La música es un discurso!
     Ir logrando la técnica de intérprete es lo mismo que no querer hablar con la gente de modo más cordial, inteligente y profundo..., sino de forma más rápida. Cotorreando, chicharreando. Tu interlocutor no hará más que preguntarte: '¿De qué estás hablando? ¡No te entiendo!...'.
     Lo mismo se refiere a la música de Richter. '¡Espera, espera! Párate. ¿A dónde te lleva el viento?'.


El ritmo auténtico es cercano al ritmo de la exposición del discurso. 
     Si interpretamos la obra musical en un ritmo al cual el aparato discursivo puede responder, la música adquiere la fuerza del discurso.
     Cuando el ritmo, las pausas, las acentuaciones han sido elegidos correctamente, en el oyente empiezan a resonar los castillos verbales y mentales, se activan procesos vinculados al corazón humano. Puede haber también pasajes rápidos, pero todo debe estar lleno de sentido, como las sílabas en las palabras, las palabras en las frases.

     Cuanto más sigue el músico a la escuela 'lisztiana' actual ('más fuerte-más-rápido-más preciso'), menos se activa el pensamiento. La música como el discurso desaparece. La interpretación queda siempre más castrada, convirtiéndose incluso en destructiva: empieza a borrar a la persona, sus profundidades espirituales, sus capacidades mentales.
     El mundo invita a admirar el arte del intérprete que toca de manera rápida y hábil. Pero una música así no proporciona nada. Aun más, roba la gracia, hace magia y corrupción. Mucha gente por instinto evita semejantes interpretaciones.

La perfección de la música está en la capacidad de ser pantalla
      En realidad, la perfección de la música está en la capacidad de ser pantalla, tener significado, sentido, vibraciones profundas que se armonizan con el discurso humano. La música debe reforzar el habla. Si el intérprete, tras la velocidad de su interpretación, quita esta posibilidad, entonces fija la atención del oyente en su persona.

     La música es un intimísimo monólogo interior. El verdadero intérprete debe encontrar la cuerda y la dimensión que le corresponden; el temperamento musical debe coincidir con la orquestación del discurso interior. Entonces, aparece la resonancia del corazón, y así la interpretación nutre.

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